Hoy me acordé de la primera novela que leí. Fue cuando tenía 17 años gracias a un regalo de mi primera novia. Yo no leía más que la contratapa del diario Clarín los fines de semana, así que fue muy extraño en ese momento recibir una novela de regalo.
Sorpresivamente, o no, esa novela fue profundamente reveladora de los años que vendrían en mi vida.
¿Cómo hacer para valorar la importancia de esos eventos imperceptibles cuando suceden? Recién hoy, a casi 20 años de esa lectura, puedo intentar comprender como encajan ciertas piezas en el rompecabezas.
La recordé porque me crucé con un artículo publicado en enero de este año por Rosa Montero. Autora de aquella novela inicial de la cual solo retenía algunos pasajes perdidos, pero que al comenzar a releer me encontré reviviendo casi como si fueran recuerdos.
Un artista puede acercarse con su escritura a los detalles de nuestra vida. Quizá allí se encuentre la virtud de las grandes escrituras, en hablarle a una y a todas las personas al mismo tiempo.
Rosa escribe, como hace veinte años, sobre las malas formas del amor. En La hija del caníbal, del amor como costumbre y vacío existencial. En su artículo de opinión de hace unos meses del sufrimiento que, disfrazado de amor, justifica la violencia. En ambos casos nos escribe sobre lo mismo: el no-amor.
Quizá el tiempo haya madurado en ella (y en nosotros) la certeza de que ya no alcanza con agradecer al destino que nos haya despojado de aquello que nos convierte en infelices; ya sea porque alguien desapareció de nuestras vidas o simplemente porque decidió irse.
Resulta urgente aprender a tomar la iniciativa y decidir abandonar esos vínculos tan nocivos.
Por lo pronto, a nosotros, los imbéciles de ayer y de hoy, nos cabe la responsabilidad de aprender a dejar de reproducirlos.