Hace quince años hizo calor, mucho. Tanto que fue lo más cerca que pudimos estar del infierno.
Hace quince años por primera vez /y única/ mi viejo me despertó una mañana para saber cómo estaba, donde estaba, si había viajado, si había ido a capital, en fin.
Hace quince años despertamos de golpe. Prendimos la radio para saber que era tan grave como para que mi viejo tenga que asegurarse que estaba /mos/ bien.
En ese momento no dimensionamos lo que pasó. Ninguna explicación alcanza /ba/. La masacre de Cromañón nos pasó a todos.
Morimos en parte esa noche, sobre todo los que habitamos el mundo de la música y que de una forma u otra pasamos alguna vez por allí.
Y frente a las excusas de cada quién no queda más que ver de cerca y cada vez más cerca para poder mirar y sanar.
Supongo, desde lejos, que ni siquiera la impunidad duele tanto como la ausencia.
Cada año agrego una nueva lectura que ayude a que duela menos.
Así comienza el libro de Camila Fabbri, “El día que apagaron la luz” una crónica en forma de abrazo para acompañar tanto duelo.
CABALLOS SIN CORAZÓN
Una sala blanca con luces de tubo que parpadean porque se les adhieren bichos atontados. Es un viernes cerca de las once de la noche. Hay guardapolvos blancos y verdes, en algún que otro momento se ve la ráfaga de un ambo azul. No son solo especialistas de guardia, hay muchos más. Llegaron de barrios alejados porque debían estar acá. Algunos ya se estaban que-dando dormidos y recibieron llamadas de urgencia que los sacaron de sus camas.
Ahí afuera, en el patio descubierto, un perro lobo aúlla como si se le fuera a salir la garganta. Se puede oír su lamento recostado al lado de un plato de arroz frío que alguien le dejó. Es un perro de nadie. El patio 18cubierto y el descubierto del hospital Ramos Mejía está plagado de gente que probablemente no esté res-pirando. Muchos llevan remeras con inscripciones de bandas de rocanrol. Algunas estampas son frases en relación al amor y a la supervivencia: «Inoxidable pasión, Luchando sin atajos los invisibles, Vivir solo cuesta vida, Todo pasa». Las remeras están mojadas y recubiertas de una pasta negra parecida a pomada para lustrar zapatos. Huelen a plástico, a polietileno, o a ferretería.
Los estetoscopios ondulan en el cuello de los especialistas como si hubiera viento pero no, se agitan como collares de extremo kilate mientras quienes los llevan corren de una punta a la otra entre el agite y la transpiración. Los camilleros descargan jóvenes que parecen embarrados, así como luciría un velocista que corrió su primera carrera y se deshidrató. Los cuerpos jóvenes no deberían inundar los hospitales, pero eso es lo que pasa esta noche de treinta y cinco grados de calor.
Médicas ponen máscaras de oxígeno y cánulas nasales sobre los rostros de unos quinceañeros, enfermeros toman pulsos en cuellos y mentones. Que todo parezca lo mismo, una y otra vez: un campo de batalla de caballos jovencitos que corrieron poco, recostados en el pasto a la luz de una luna pobre, de ciudad.Si uno detiene el oído un instante, si uno logra despejar el sonido de las ambulancias, del perro lobo, del diálogo de los especialistas, de los canales de televisión; si uno realmente logra ese nivel de desprendimiento sonoro, se encuentra con que suenan varios teléfonos celulares. Primero uno, después otro, sin interrupción. Algunos ringtones se parecen entre sí, o quizás sea el mismo, los modelos de estos celulares no varían mucho sus funciones. Los Nokia 1600, los 1100 o los Motorola C200 están en sus bolsillos.
Nadie atiende esas llamadas.
En otro plano, esta misma noche, un cúmulo de familiares disca un código numérico una y otra vez para saber si su hijo, hija, amigo, amiga, está bien. De vez en cuando algún enfermero o camillero logra captar una llamada pero es inútil. No hay nada que decir. El cuerpo médico no puede nombrar. El sonido de los teléfonos en aumento es una especie de orquesta, una banda musical, un grupo de rock.