La esfera no creía en las miradas pero veía sin locura. Asomaba de repente y se mareaba para no esconderse. Sin rodar no era posible derramar las esperanzas que quería disfrazar. La invisibilidad era su arma y su veneno.
Creyó en crecer y en no poder discernir si la vida acababa de empezar o el rocío era tan solo el combustible de su calma. Miró tanto a su alrededor que se fundió en una espera infinita, sin espigas que se mostraran como frutos. Lamentó cada uno de sus pasos y miró sin cesar esos círculos, tratando de explicarte hasta los confines de tu contorno.
Pero un día se distrajo, no cayó, y el descanso la inundó hasta las lágrimas.
Sus orejas cesaron de mirar y aparecieron, en un fugaz encuentro, cada uno de esos, que cayeron y temieron a la calma, cada una de esas que adormecidas encontraron en el medio del libro más extenso su única página legible.
Siempre comprendieron la dimensión de lo vivido pero se lamentaron de pasar, y no quedar.
La esfera espera por la perfección que la obligue a detenerse sin mirar, y así explotar sin más razones.