Ella me explicó un día que hay fenómenos naturales que nos atormentan como humanidad desde hace muchos miles de años, y que incluso luego de haber encontrado la explicación más precisa a cada uno de esos sucesos, hay un rastro de ese terror primitivo en todos nosotros.
Imaginemos la impotencia del humano hace miles de años frente a inmensas tormentas que devastaban todo lo que había construido durante decenas de años en un abrir y cerrar de ojos. O ante un simple rayo seguido de su correspondiente trueno. Ese miedo, mezclado con la obligatoria contemplación de la naturaleza, seguramente, ha quedado como huella y toma variedad de formas en la actualidad.
Una de las necesidades centrales que definían la supervivencia o no de tal o cual persona o grupo, hace tantos miles de años era la posibilidad de encontrar un refugio. Esa necesidad ya no es la primordial, porque hoy la supervivencia se ve amenazada por múltiples y complejos factores.
Pero lo que nunca ha desaparecido, seguramente como parte de ese rastro, es la necesidad de refugiarse, mientras que inicialmente fue una cueva o alguna construcción precaria; y a pesar que actualmente suponemos que ese problema está resuelto, seguimos buscando donde refugiarnos.
Algunos se refugian en otra persona, otros se refugian en la mentira o en la negación, varios en la palabra, el arte, o en la simple soledad, y muchos, a veces, nos refugiamos en la música.