No son pocos los que se preguntan por las razones que nos llevan a ponerle un rótulo a casi absolutamente todo lo que nos rodea. Una necesidad que algunos juzgarían -erróneamente- como natural. Esa pasión colectiva por colocar en compartimentos, según algún rasgo común, todas y cada una de las cosas con las que nos encontramos: personas, actitudes, palabras, gestos, amistades, ideas, y por supuesto, la música.
Parece que es necesario, acceder a la cosa antes de siquiera encontrarse con ella. La etiqueta nos habla del elemento y nos predispone a lo que va a venir. Entonces, una persona o una canción ya tienen reservada una ubicación previamente, incluso antes de conocerla o escucharla.
Estarán por ahí los que dirán que el caos reinaría si no echáramos mano a las categorías para que nos ordenen. Quizá tengan razón. Pero lo cierto es que como consecuencia de esta obsesión clasificadora las orejas seleccionan en base al desconocimiento, y se pierden el descubrimiento.
¿Para qué ponerle nombre a algo que aún no hemos recibido? Por que no dejar que la escucha genere su etiqueta propia y sencillamente incorpore la nueva pieza con su nuevo -y único- rótulo en un nuevo -y único- casillero en la inmensa biblioteca musical que es nuestra memoria.
Así el orden sería perfecto, existirían tantos compartimentos como sonidos en el universo.