Había una vez, un cuento perseguido por un lector. Salía por las noches a recorrer sus escritos, pensando en la simpleza de los días y en la de las marcas que los sueños podían armar. Se incorporaba todo el tiempo mirando desde su sillón, un clima tenue, que le permitía saber sin reposar.
Las cartas eran el viaje que lo dejaban subir al plano de la posibilidad, volcaba ahí sus dichas y nunca las rompía, porque eran la esencia de las cosas finitas. Las armaba con la precisión del movimiento y con la presencia de los sonidos perpetuos.
Nadie sabía donde las guardaba, y aunque todos sabíamos de su existencia, ninguno se molestó en preguntar. Hasta que un momento, sin cercarlas, la pregunta fugaz intervino y la respuesta no fue inesperada: el pasado no se borra, dijo.
“No se si estoy triste o aburrida”, le dijo una adolescente ayer, y con eso fue suficiente para enamorarlo. Siguieron caminando sin preocupación sobre lo inmediato, porque tarde o temprano las frustraciones los abrazarán y tendrán que aprender a traspasarlas.