A veces uno se pregunta como es posible que haya personas que no puedan encontrar, al mismo tiempo, la belleza en un tema de V8, en alguna zamba de Atahualpa Yupanki, en una composición de Jamie XX, en una canción de Peter Gabriel, en un tango de Julio Sosa, en cualquiera de las canciones de Gilda, en alguno de los recitales de Lady Gaga o en alguno de los temas de Zas.
Pero más intrigante aún es comprender que maravilloso proceso logra que algunos -muchos- lleguen a hacerlo. Porque no solo estamos demasiado acostumbrados a las etiquetas y categorías, también a que las fronteras entre unas y otras sean imposibles de cruzar.
Por supuesto que todos tenemos nuestras preferencias, pero también nuestras proscripciones, y resulta muy difícil encontrar la belleza donde no se puede encontrar el placer.
La posibilidad de encontrar la belleza y disfrutar de la música en todas sus variantes es un proceso de largo aliento que se va construyendo a lo largo del tiempo, proceso muy parecido al de las ideas y los intereses generales: si no nos ofrecemos a la variedad, a lo diferente, siempre nos conformaremos con lo mismo.
Entre los setenta y los ochenta muchos músicos aportaron al armado de partes importantes de las bases de lo que escuchamos hoy. Pero fueron muy pocos los que pudieron ofrecer, a la juventud efervescente de aquella época, la variedad de lo diferente como totalidad.
Cuando se escucha esa totalidad, en cualquier momento de nuestras vidas, quedan sembradas en algún rincón de nuestro interés semillas muy particulares.
Esa variedad como totalidad fue las encargada de prepararnos para poder, en algún momento, abrir la escucha y disfrutar de lo diferente sin tanto prejuicio.
No sabemos cuando, pero en algún momento, al escuchar un nuevo sonido -aunque no sea tan nuevo- esas semillas brotarán.