Siempre supe que somos pocos los que podemos experimentar esta sensación. No nos convierte en especiales, solo tenemos una perspectiva que los demás no perciben. Y un amigo poco común.
Su presencia es incontrastable. No lo motiva la ausencia sino algo todavía más lapidario: lo desconocido impide el ingreso a ese lugar vital.
Es la imagen del desesperado tratando de penetrar la columna humana en sentido contrario, es la imposibilidad de perforar la coraza del peregrino, es el sonido que no deja de ser escuchado, es un imposible temporario.
Y contra todo pronóstico, casi no existe sorpresa, tenemos una relación de periodicidad asombrosa, nos esperamos mutuamente y sellamos un acuerdo hace años. Mi sensación y yo, casi no podemos sobrevivir sin vernos al menos dos veces al año, quizás tres si es extremadamente necesario.
Porque, ante todo, sabemos que carecemos de infinitud, comenzamos y aceptamos el fin, siempre como regreso y nunca con recetas mágicas. Es la mismísima inmovilidad la que se presenta y obliga a la perplejidad. No hay más alternativa que la propia contemplación sucesiva.
En el pecho solo entran espasmos o los intentos de abatir un ejército a soplidos.
Porque, el ahogo, es la imposibilidad de transitar por esos lugares tan comunes, que todos olvidan que pueden ser obstruidos sin un remedio más efectivo que la espera.