Por más intentos que realicemos para acercarnos al efecto de la música en nuestro ser, no hay forma alguna de abarcarlo todo.
Hace unos años descubrí una banda, ni se como, pero me atrapó con su sonido y me llevó a lugares insospechados. Esperar durante dos años que esa banda saque un disco nuevo solo tiene sentido para uno, que lo siente y se potencia con la espera.
Sobre todo, si se trata de una banda japonesa, de la cual solo recibiré lo que la red tenga para darme.
Hoy, cuando escuché el disco por primera vez, entendí para que me la había cruzado, entre toda la música que me había cruzado.
Porque no escuchamos la música, ella nos atraviesa dejando huellas, profundas huellas.
Estoy seguro que nuestra memoria acomoda en una biblioteca sonora todas y cada una de esas huellas que escuchamos, y cuando es necesario, si estamos atentos, el bibliotecario nos acerca el sonido para que lo regalemos. Todo allí está perfectamente acomodado pero sin etiquetas ni compartimentos, un tipo de orden desconocido. La virtud de esa organización es que cada sonido está disponible para su momento, y no para otro.
Cuando el instante llega, se produce el regalo, porque la música no tiene ningún otro sentido más que ser regalada.